Categorías
Las tramas pasadas

Azul (y rojo) perfecto(s)

Esa tarde de sábado, por la emoción, entraron trastabillando a la oficina de Pierre Corbeil:

            —¡Buenas, Pierre! Viene conmigo el proyeccionista, no pude encontrar ni al productor ni al distribuidor. Se llama Jean.

            —Mucho gusto, ¿cómo los puedo ayudar?

            Resultaba que por una costumbre un tanto injustificable, pero en ese momento alentadora, el proyeccionista había hecho una copia (en realidad eran varias y de casi todas las películas que se habían proyectado en el festival) de Perfect Blue (1997) y estaba dispuesto a reproducirla al día siguiente, domingo, en una función matutina y fuera de programa para todos aquellos que no hubiesen podido ver las anteriores dos proyecciones, esperando obtener así el perdón del director del festival Fant.asia a su comportamiento bucanero.

            —Jean tiene un rollo disponible para que proyectemos la película el día de mañana a las 10:00, antes de la primera función programada.

            —Espléndido, ¿dónde firmo?

            Ninguno mencionó siquiera, en su francés despreocupado, la palabra copia.

            El público lo había pedido. Ellos mandaban y los organizadores del festival obedecieron. En la noche apócrifa que se conjuró a las 10:00 de la mañana los espectadores paladearon dos triunfos. La sublime y desesperante cinta de Satoshi Kon y el cumplimiento de la petición que habían hecho para que se organizara una tercera exhibición del filme.

            Cuando terminé de ver la película, estaba muy confundido. No únicamente porque decidí verla con subtítulos en inglés, dificultando mi entendimiento total, sino por la trama repleta de confusiones narrativas y espacios y ámbitos entramados. Además de que el terrorífico tono de la cinta y su sugestiva banda sonora, me habían sumido en un estado de alerta y desasosiego. El terror sostenido que culmina en un saludable e inesperado final feliz fue como un jaque mate a mi cerebro.

            Pero me esperaba lo peor.

            Cuando el sueño comenzaba a vencerme, sonó el timbre de la casa. Eran las 12:30, no esperábamos a nadie. Miré mi teléfono y tenía una llamada perdida de mi hermano. Bajé sin calzado, apenas despierto y perturbado a abrirle la puerta a mi hermano y a un amigo. Yo patidifuso y mi hermano apenado. Nos quedamos viendo una breve eternidad. Él mi ropa, yo sus manos. La traición estaba consumada. Por años pensé que algún día yo sería el protagonista adolorido y desesperado que encuentra a su ser amado en brazos de un desconocido, pero jamás presentí que pasaría después de haber sido aterrado por la audaz película de Kon ni que la estocada viniese de mi hermano.

            La maldita autocomplacencia.

            Y es que habíamos quedado de ver la película del hombre araña, juntos. En un cine que había sido reabierto hacía poco y en el que vimos una película animada (increíblemente animada) del arácnido superhéroe, maso menos tres años atrás. Después sí la vimos. Total, ninguna traición cuesta tanto como las ganas de sobrepasarla (o de repetirla). Y yo sentí que estaba en un sueño. El sueño prolongado en el que me había dejado la ópera prima del nipón onírico.

            Probablemente, porque hacía mucho tiempo que no veía una película con actores doblada. Después porque no imaginaba, menos después de ver un ejemplo de ese mismo poder, pero en un sentido opuesto (negativo, ¿negativo?), que el reino de los admiradores lograría mover al de los billetes a un nivel que volvía casi tangible y genuino el concepto de oferta-demanda. Mis ojos no dejaban de malabarear las siluetas de los hombres araña que unidos vencían las dificultades, mezclando y haciendo suertes con los horrores de la personalidad y los avatares escindidos. Mientras que un drama era representado en hora y media a partir del doble, aquí, se descartaba cualquier conflicto de identidad con un chiste. Y no estoy siendo un amargado. Sólo quería hacerles partícipes de mi confusión.

            Porque mientras en Perfect Blue, el enemigo era el fan enfermizo al que no se le debía mas que la muerte y la piedad (como castigo por su idolatría mortífera), en la mega producción, casi treinta años después, se le recuerda al admirador —enfermizo o no— que los creadores están felices de servirnos, quizás implicando que los verdaderos héroes estamos siempre de este lado de la pantalla. Nosotros que los hacemos existir y ser queridos.

            Mientras, en una dimensión ignota, Ricardo López y Bjork tocan su gran éxito “Lo mejor de mi” en la versión unplugged para su especial de MTV.

Categorías
Las tramas pasadas

Cuello roto

Nacer es un estrés. Ser esperado es una responsabilidad. Una carga de angustias y preocupaciones nace en nuestro alumbramiento. Con el tiempo aprendemos a cargar ese plasta de emociones y la llenamos, arreglamos, rompemos y desechamos. Cada quien sabe para qué le funciona esa prótesis y cómo la administra. Esta es la ley de las ciudades. Y como toda ley, discrimina a cualquier habitante externo, a cualquier práctica extraña. Esa ley ejerce, invisible, un lazo sobre las habitantes de la ciudad. Un lazo que todos apretamos y que hasta hace poco se ha transformado en una nueva fuerza, desconocida y experimental. Al fin el ahorcado aprendió a usar la horca, comprendió el ejecutado el anverso del filo que lo extermina.

            Hasta ahora, el ahorcado nacía para el patíbulo. Le enseñaban a acomodarse el pelo con las formas de la cuerda que algún día la terminaría. Sus dibujos tempranos eran un fomento de las filas, los ritos y las hordas que rodean al condenado. Sus juegos primeros, el ensayo para habitar el patíbulo; sus sueños iniciales se procuraban el ensayo de la fosa común. Así fue por mucho tiempo y eso estuvo bien.

            Pero un día, algo cambió. No fue que la víctima se pusiera una capucha y tomara un hacha; no fue que se alargaran sus extremidades y se convirtiera su cuerpo en firme horca; lustrosa guillotina. No. El poder de los cuerpos vejados, el arte en las lenguas moradas, la estética de las cabezas rodantes; eso fue lo que pasó. Ningún juez, ningún verdugo. Ningún mirón pensó que, al regresar a su casa, en una calle bien iluminada, en un aparador lustroso y avaro de las prendas más finas, estaría el cuerpo sin testa de aquella víctima que creía muerta. No. El mirón no está listo para eso. Y quiere decir algo, quiere burlarse de esa inoperante posición que ha adquirido el cadáver, pero en sus ojos sólo hay miedo, en sus labios, galimatías y en sus piernas, temblores.

            Y el juez, al llegar a su estrado el día siguiente, encuentra que su martillo ha desaparecido, que ahora debe dictar justicia con la lengua de la víctima de hace cinco años. Y sí, el morado le parece un color elegante (su esposa aprueba ese buen gusto), pero en sus años de paladín de la justicia jamás pensó que blandiría una lengua púrpura para castigar a alguien.  Vayamos entonces a la casa del verdugo que, cautivado con la visita de una turba de cabezas, ha decidido arrancarse los ojos y sentarse a escuchar la televisión. Están pasando una película vieja, apenas a color. Una película sobre una mujer que anhela ser madre y que termina engendrando al hijo de Satanás.

            Es una película que se considera maldita. Una película que se considera el nacimiento de un género, de un lenguaje. Es una consideración, en sí misma, de las ceremonias con las que el verdugo construyó su casa. El verdugo escucha nostálgico los desesperados gritos de Rosemary y una melancolía le roe las entrañas. De sus cuencas vacías caen lágrimas rojas. Las cabezas reconocen el grito y lo replican por cientos. El verdugo destroza sus oídos justo en el momento en que Rosemary les dice a todos que son unos ¡Maniacos! Con el rostro empapado de sangre, el verdugo duerme con una sonrisa, él fue maniaco alguna vez, hace mucho y qué cómodo era ser eso.

            Al día siguiente la hija del verdugo se levanta para ir a la escuela. En el salón de clases no hay nadie aún. Le gusta llegar temprano, escoger su lugar, acomodarse, esperar el dulce fluir de los estudiantes que van llegando, ávidos de conocimiento. Cuando el salón está lleno, se abre la puerta y entra una forma que apenas se entiende. Es una víctima. Deforme y desarticulada entra a dar clases, recitando, desde su cuello roto y morado, la lección.  

Categorías
Las tramas pasadas

Arduo camino II

 Aunque quizás exista una manera amable de habitar fuera del tiempo.

            El 12 de diciembre, en el mercado, doce mujeres se congregan alrededor del altar que contiene a la virgen de Guadalupe. Le cantan con devoción “Amor eterno” de Alberto Aguilera, pero modificando la letra para exaltar las virtudes y fervores que la festejada les provoca a todas. En el imaginario popular, Juan Gabriel está allá arriba cantándole en persona su canción que la gente recuerda y canta. Y en eso consiste alcanzar al arte. Que los demás usen tus canciones para expresar y venerar aquello que aman, que te escuchen en todos los ámbitos y estratos, que lo que tuviste a bien crear sea reconocido hasta por los que no aún no tiene edad suficiente para entender de lo que hablas.

            Cuando tenía quince años, me gustaba el poema “Los amorosos” de Jaime Sabines. Así sin saberlo, sin pensar siquiera en las terribles confesiones que en él habitan. Y cuando mi papá me dijo que Sabines era uno de los amorosos, no quise creerlo, me negaba. Nadie en su sano juicio podría reconocerse como el malo del cuento, a nadie le gustaría que le crezcan serpientes en las piernas, en el cuello, tantas y tan rápido que asfixien. Aunque quizá sólo quien ha encarado a la muerte puede escribirla con tanta conciencia.  Aquel que ha perdido y encontrado el cobijo de los otros.

            Dicen los contadores y aquellos hombres de negocios, muy serios todos con sus oficinas y relojes y presupuestos, que saben siempre de lo que hablan, que Guillermo del Toro no pudo recaudar ni el cuarenta por ciento de lo que invirtió en Cronos. Esos fracasos sólo se pueden soportar entre amigos, tal vez por eso Ron Perlman se volvió tan amigo del cineasta jalisciense. Todo vórtice tiene dos fuerzas, la de entrada y la de salida. Y si esa estrecha angostura por donde uno se hunde es más breve que el ojo de una aguja, es debido a la amplitud que genera su recorrido.

            A lo largo de esa caída es donde se pule la energía, donde encuentra ese símbolo tan contrario al de la entropía.

            Y el mismo Perlman lo personifica en la segunda entrega de Hellboy, cuando cae a través de la ventana y la música se detiene. Ahí podemos, los demás, de todos los ámbitos y de todos los estratos, sentir ese vértigo extraño que al fin nos unifica y enemista con la imparable locomotora de minutos que viene a arroyarnos.

            La primera vez que mi papá escuchó con atención una canción que yo le enseñaba y que él no conocía, fueron los Caligaris. “Corazón”. Que comienza, coincidencia abrupta, con una prolongación de nota rodeada del silencio de los demás instrumentos. “Yo no seeeeeé…”. Y lo reconoció muchos años después en el pelotón de confesiones que a la postre nos dan ganas de irle soltando a los hijos cuando nos importan, cuando es grata la confianza, reconoció que cada que escuchaba esa canción se acordaba de esa escena de caída suspendida por la ventana, al abrigo de las flamas; y que cada que veía la película, recordaba la canción.

Categorías
Las tramas pasadas

Arduo camino I

La mitología griega es esa panacea de imágenes e ideas que están disponibles para todos y que nos recuerdan que por más viejo que sea el mundo, seguimos siendo los mismos. Tenemos las mismas obsesiones, los mismos miedos, ganamos los mismos amigos y perdemos las mismas batallas desde hace más de dos mil años. Sin embargo, esa manía con el pasado es lo único que atraviesa nuestra existencia a través de los siglos. Le percepción de la lejanía que dejamos de ser. Y en esa nostalgia infinita que se explota cada treinta años para beneplácito de todos los aludidos; esa nostalgia que abre los brazos a todo aquel que tenga imaginación para aceptar que hubo un espacio de no existencia (y con él, una promesa de desintegración), en esa nostalgia infinita discurre el presente que se solidifica en lo que ignoramos.

            Y cómo nos impresionan las cosas que parecen escapar al transcurso de los días. Los objetos que están en nuestras cosas vivirán más que nosotros, pero a tal manera se han vuelto legión que únicamente podemos anhelar más. Adquirimos parias del tiempo, así como nos hacemos amigo de los enemigos de nuestros enemigos. Es sintomático de la especie humana que consideremos amigos a los que nos cubren y nos envuelven. Aventuremos una etimología pedorra. Uno de esos ejercicios de ficción que nos hacen cuestionarnos los cimientos de la lengua o la labia de quienes los escuchamos. Enemigo es aquel inamigo. Y el amigo es el que nos cubre si seguimos la tarea que nos deja la acepción de la palabra amicio: cubrir, envolver. El amigo en ese primer momento del mundo, en las primeras mañanas frías era el que nos ayudaba a evitar el frío, el que se cruzaba entre la mordida, el dardo, la furia y nosotros, para envolvernos, para mantenernos vivos. Todo aquel que quisiera quitarnos ese refugio, sacudirnos esa envoltura, era un destapador, un exhibidor. Los amigos solapan.

            Como la nieta que solapa a Juan Gris en la película Cronos (1993), porque la familia es esa amistad sanguinaria que se hereda. La protección inmediata durante y después del nacimiento. Quién si no entendería esa magia que nos hace amar a los “nuestros” sólo porque entre nosotros nos hemos cobijado, cubierto, envuelto. Esa atracción que rivaliza con el insaciable banquete del tiempo. Una atracción que nos hace venerar la sangre. Ese “río viviente” y vivificante que anhelamos perpetuar. A todos nos gustaría ser el padre de Zeus, cayendo infinitamente, derrotados, pero conscientes a perpetuidad. Al final el éxito es una invención pobre, un minúsculo paliativo frente a la muerte. ¿De qué sirve la victoria si sólo nos espera el final?  

Categorías
Las tramas pasadas

Lo que vi

La gente que experimenta sentimientos encontrados hacia la violencia (ese concepto del sentimiento encontrado es muy poco esclarecedor: la primera vez que lo escuché me imaginé al portador de dicha expresión bajando a los opacos abismos de su alma, cubierto con una escafandra oxidada y oval, para fotografiar esos sentimientos remotos que al fin había logrado alcanzar) es la que más se impresiona con las películas agresivas. Si a esa atmósfera interna de culpa, placer y confusión (sin hablar de la falta de oxígeno y los cambios de presión) se le agrega otra de secreto, reojo, descuido y oscuridad; los resultados convergen generosos.

            Eyes wide shut (1999). Su padre es maestro en un colegio de ciencias y humanidades. En cierto momento del semestre, y es esta una tradición de más de diez años, organiza con colegas una semana relativa a su materia: algunos grupos preparan platillos típicos, otros hacen exposiciones pictóricas, pero al padre le gustan las obras de teatro. Coinciden cierto periodo vacacional, su buena disposición y el evento de su padre. Entonces se involucra en la parte sonora de una de las obras montadas. Todo está listo, sólo debe observar, esperar, reproducir y parar la música desde una consola de audio que se encuentra detrás del público, en una cabina estrecha que, por una perversa disposición, tiene dos cristales: uno que da al auditorio en el que la obra de su padre transcurre y otro que se abre a una realidad perversa e insonora en la que cientos de personas enmascaradas atestiguan coitos rituales. Milagrosamente, no falla ninguna entrada y aunque al primer momento de su descubrimiento finge que no ha visto nada y que sus ojos sólo están atentos al deber filial, más adelante observa muy atento el castigo que le infligen al fisgón.

            La violencia es cinematográfica. El cine es violento. Los muchos hechos que no debimos de haber visto en la calle, llenan la pupila mientras navega pantalla adentro. Cuando se nace débil uno tiene que practicar cierta energía, sacarla de las cosas que nos rodean. Y supongo que, al momento de buscar mentores, se puede descubrir si la debilidad es completa o no. Una persona que es sólo físicamente débil puede encontrar en los personajes de Al Pacino, un ejemplo a “seguir” para fortalecer su carácter. Pero una persona sin energía podrá ver cualquier película y pasar por ella como el aire sobre un muro.            

Continuará…

Categorías
Las tramas pasadas

La pertinencia del golpe sobre la piedra

Creo que una de las bondades no solicitadas de esta modernidad mediática es la certeza de que podremos expulsar nuestras quejas fuera de nosotros. Digo bondad porque si pensamos en la plomería como una bondad de la era moderna; las redes sociales —bondades indiscutibles— son como retretes portátiles en los que depositamos las cosas tóxicas que traemos en la cabeza. Alguien debería hablar sobre el horror que nos provocaría quedarnos sin esas válvulas de escape. Yo no seré el que trate de escribir los pánicos y desastres que causaría en la sociedad la ausencia de conectividad. Pero sí seré el que proponga una solución. Porque todo futuro tendría que ser, un receptáculo de alternativas.

            Propongo a todos esos desesperados usuarios, desolados por el apagón de redes sociales, que piensen en aquello que justo estaban desestimando, que se detengan a pensar en la publicación descalificadora e irrefutable que estarían escribiendo de no ser por esta tragedia inminente. Bien, ¿ya la tienen en mente? ¿Visualizan ese final de mierda que no le hace honor a un proceso de años y emociones bien construidas? ¿Tienen enfrente de ustedes el artículo que descalifica con mentiras a su sujeto mediático favorito? ¿Ya están viendo al indiscutible hacedor de todos los males de este mundo? Muy bien. Ahora háganlo ustedes mismos.

            Algún día de mayo o junio del 2008. En el Mix up de Parque Lindavista. Un sujeto no identificado compra un disco de Los Tres por el simple hecho de que la pista siete de dicho álbum es “Cerrar y abrir”. Cuando llega a su casa y escucha el trabajo del grupo chileno, con la innecesaria condición de escuchar pista tras pista hasta llegar a la que conoce: descubre una alegre canción que imita el estilo country norteamericano y cuenta la historia de un hombre que se queja ante Dios (perdón que lo escriba con mayúsculas, pero ahora el Señor guía mis actos) por lo mala y deshonesta que es su esposa. El Todopoderoso, en su infinita sabiduría le dice: “Hágalo usted mismo”.

            Aseguro y garantizo el consuelo inmediato. Al menos en las personas sensatas. No puedo hablar por aquellos que digan: “Pues por eso yo no compongo” o “Pues por eso no soy presidente” o “Por eso no soy famoso”. Quizá ellos requieran soluciones más complejas que mis escasas capacidades aún no han desarrollado. Finalmente, “no me pagan por hacerlo”. Empatía es lo que falta en este mundo infinito en el que debemos de alimentar a los avatares que nos representan en la fastidiosa vida real y cargar con sus emociones y preocupaciones diarias, al menos hasta el momento en que podamos compartir aquello que nos distingue y, a la vez, nos hermana del resto. Tratar de hacer lo que el otro no hizo como nos gustó y al menos lograr un resultado parecido. ¿Seremos capaces? ¿Nos decantaremos por el onanismo o por el mesianismo? ¿Lograremos el punto medio o tiraremos la toalla diciendo: “no soy monedita de oro” o “cada cabeza es un mundo”?

            Marzo de 2017. Un estudiante de la UACM que cursa la carrera de Creación Literaria en el plantel Del Valle, entra a la materia de Cuento III. Con cierta alegría descubre que el plan de estudios de la materia le obliga a escribir subgéneros: Ciencia Ficción, Terror, Detectivesco, Romántico. Pan comido. Cuántas antologías baratas no tienen mil y un veces el mismo cuento fácil, los mismos héroes estupefactos, los diálogos casi calcados. Habrá uno que se distinga del resto, pero será en la trama, en el manejo del lenguaje. Al final, por algo los prestigiosos autores no les dedican más que ciertas páginas experimentales, perdidas entre la verdadera carnita (los demás textos), a dichos subgéneros. Falso. El que esté libre de arrogancia que arroje el primer poema con marcianitos, la primera epístola con vampiros o la reinvención del detective.

            En ese futuro desolado, sin libertad de expresión y lento como sólo el pasado había sido, un humano acaba de ver las dos versiones de El libro de piedra (1969 y 2009). Sulfurado por el tratamiento joligudense y simplón del remake, está dispuesto a publicar una reseña en la que despotrique contra el trabajo de Julio César Estrada, por un lado; mientras que elogia y enaltece la sensatez y mesura de Carlos Enrique Taboada. Quizá en su diatriba haga un hueco para señalar la diferencia de métodos actorales, burlándose de las acartonadas actuaciones de Marga López y Joaquín Cordero, frente a las naturales (y harto desabridas) de Evangelina Sosa y Plutarco Haza. Dejando constancia de los logrados esfuerzos actorales de ambas niñas Lucy Buj y Mariana Beyer (qué curioso, las dos tienen la letra “B” en sus apellidos). A punto de terminar su reseña, recuerda que las redes sociales han muerto, perdidas para siempre como el pueblo de Holsteinborg. Haciendo caso a las indicaciones de este, futuramente muerto, servidor, borrará su reseña y escribirá, por tercera, cuarta, décima, septuagésima tercera vez, la historia de Hugo.

Categorías
Las tramas pasadas

Alegoría egoísta

Quizá repetimos lo que nos obsesiona porque nuestra felicidad final será un solipsismo insoportable. Y ese será el infierno. No es idea nueva. El mismísimo Jean Saul Partré lo intuyó en “A puerta cerrada”. Sin embargo, es algo que acaba sepultado en el giro intelectual aquél del “infierno son los otros”. Me refiero a los “sueños” que los personajes tienen y que los hacen recordar, y hasta “ver”, la vida. Esos ideales que los protagonistas albergan aún después de muertos y que están seguros que les reservarán una felicidad inamovible en la morada última. ¿Y si fuéramos bolsas que portan obsesiones, con la meta última de llegar a un envase más grande que nos permita hundirnos infranqueablemente en ellas? El aprendizaje celestial, la conclusión del eterno retorno, sería darnos cuenta de lo vanos y ridículos que fueron esos caprichos. Y entonces estaremos listos para sembrar nuevas y mejoradas obsesiones en los que vienen detrás nuestro.

            Los estudiosos del género fantástico saben que hay una vertiente del género que es alegórica. Contrario a las apariencias, no todas las narraciones fantásticas son alegóricas, aunque todas las alegorías contienen fantasías. Jesucristo enseñó con alegorías. Los sufíes enseñan con ellas. Y la fantasía, a veces, se viste de alegoría para enseñarnos. Para irnos sin rodeos: el realismo es un subgénero de la fantasía, una que se regodea en la mímesis y en saber observar. No hay cosa más fantástica que saber la génesis exacta de los personajes y sus pensamientos. No hay nada más surreal que el hiperrealismo. La alegoría del autor realista es la crueldad, la virulencia del morbo y sus reflejos. Hasta hace poco comprendí mi error al tratar de entender, descifrar (insolente de mí) las películas de terror alegóricas más allá de su intención. Society (1989), El bebé de Rosemary (1968), Boda sangrienta (2019) y hoy, aquí en este día nublado, hablo de: They live! (1988) de John Carpenter.    

            La primera vez que vi la tipografía Futura Extra Bold Condensed Oblique, con la palabra Obey, fue en una playera que tenía el rostro del ratón de Walter, supuesto masón 33, en una imagen binaria que era intrigante. Nada sabía del artista Shepard Fairey, ni de John Carpenter. Como muchos de mis compañeros de generación, entré al cine por la puerta trasera. Gracias a remakes y a referencias en programas de televisión. Tuve entonces que esperar hasta que Tepito hiciera su parte en el proceso de reproducción fraudulenta, pionera y curiosa, para llegar a esta pieza. Siempre indirectamente.

            Las películas de Carpenter no siempre son alegorías tan drásticas como esta historia de extraterrestres. Fiel al horror y a la ciencia ficción, John desarrolló en su largometraje una crítica llana e (como curiosamente parecen todas las alegorías una vez que son descubiertas) inocente al capitalismo, la publicidad y el nuevo modo de vida estadounidense en la era post Reagan. La estética del filme y los diálogos entre personajes son directas, no esconden justicias poéticas o enrevesadas actuaciones. Un adulto joven de aquella época podrá identificarse con la sensación de desamparo y desempleo que transmiten los dos protagonistas varones de la película. Allí ya no sé qué pensar de Carpenter, sus personajes protagónicos son en su mayoría masculinos y los papeles interpretados por mujeres son pésimas caricaturas de las fobias sexistas de la época (la neurótica, la traidora, la rescatada o secuestrada). Queda la inquietud en el aire.

            Un ejemplo de exagerar o rebuscar la alegoría: hace unos días pensé que Alien (1979)era un escondido alegato contra el embarazo. Al igual que Jurassic Park (1993) era una película pro-vida. Tal vez no sean exageraciones, pero estamos claros en que el modo de exponer sus premisas y sus personajes es el regular, sin los maniqueísmos y símbolos que requieren las alegorías. Va una muestra del ímpetu alegórico de Carpenter: la escena de lucha entre los dos personajes principales. Terca y masculina apología de la igualdad racial. Todos somos iguales cuando del capital se trata. A Ellos les conviene que creamos en nuestras diferencias. Pero habrá que unirnos para acabar con ellos, o al menos para quitarnos la venda. En el caso de la película: para ponernos los anteojos.

            Con el perdón y el respeto que merecen las personas que han fallecido en esta pandemia, tendré el egoísmo y el descaro de contar una insensata idea que me ha acosado desde que vi la película mentada: ¿será, el coronavirus, ese par de gafas que necesitábamos para descubrir el verdadero entorno en el que estamos? A inicios de abril me agripé o al menos eso me dijo la doctora a la que consulté. Después de seguir su tratamiento, perdí el gusto, por casi dos semanas, quizás diez días. Y aunque nada me sabía mi paladar presentía cosas, ingredientes en aquello que masticaba. Sobre todo, noté un sabor pastoso y ácido que ahora relaciono con el aceite y la manteca. Ahí está en los puestos de tacos que rodean el metro, en las cálidas rosticerías, en las vacías torterías. En mi orina matutina y en el aliento de fin de día. ¿Será que el coronavirus desenmascaró ese mal menor que es nuestra alimentación? ¿será que nos llevó al infierno antes de tiempo, para olvidar las necedades? ¿para enfrentarnos con el desconocido que llevamos dentro y que puede enfermarnos o curarnos?

            No quiero terminar sin anotar el certero y potente mensaje que aparece en los dólares, cuando el protagonista descubre el verdadero mensaje de las cosas, con sus lentes oscuros: “este es tu dios”.    

Categorías
Las tramas pasadas

El folletín romántico

“Al cruzar el umbral se vieron, de cuerpo entero, entre las garras de una bestia furiosa: eran muchos espejos, de forma irregular, cada cual sostenido por los dientes, las uñas y la cola de sendos dragones dorados. Arminda se tocó levemente el peinado, lo aprobó”

Emilio Carballido, Las visitaciones del diablo

Definido por Jesús Cuadrado como “el género popular por antonomasia; y es la esencia de la cultura popular en cualquiera de sus facetas. Es, también la cualidad evidente que el lector o espectador —sujeto pasivo— acepta sin extrañarse”; y por Esther López Portillo como un género que “logró modificar el estilo de escritura priorizando el suspenso; es decir que utilizaba argumentos y esquemas narrativos simples, aunque exigía la aparición de un elemento misterioso al final de cada episodio.

A través del tiempo, este tipo de literatura ha sido considerada por algunos críticos como un género menor por elementos como su estructura, lo estereotipado de los personajes, las situaciones inverosímiles y sensibleras, así como el uso, y sobre todo el abuso, de lugares comunes”; el folletín ha rondado las vidas de los que actualmente ocupamos el planeta. Los episodios de las telenovelas calzan en dichas descripciones de una manera dolorosamente ridícula. Las series televisivas gringas de antes de los dosmiles, también. Las novelas mejor vendidas; las películas de acción y romance, de aventura, de ciencia ficción, por supuesto que las de terror. Por su naturaleza, más cercana al producto, el folletín pasó de ser sustantivo a adjetivo, uno muy peyorativo, además. Cualquier cosa podía ser denostada, relacionándola con la palabra con “F”.

Como en México “el diablo nos pela los dientes”, celebramos la muerte y nos encanta enchilarnos, es decir: como en México nuestro espíritu ontológico nos lleva hacia la dirección opuesta del “sentido común”, Emilio Carballido, escribió —sin pudor y más bien con una intención edificante— en 1965, un “folletín romántico en XV partes”, llamado Las visitaciones del diablo.

Los primeros años de librero en Educal estuvieron llenos de tareas muy poco relacionadas con los deberes que la vox populi relaciona con la libresca labor. Iba al banco a realizar depósitos bancarios relacionados, o no con las ventas de la librería, me consignaban para adquirir desayunos y comidas del resto del personal, y muy pocas veces —pero harto disfrutables— me mandaban a recolectar libros a zonas escondidas de la ciudad. Ese movimiento era conocido por la somera voz “traspaso”. Así fue como conocí a un descendiente directo del linaje más alto de poetas mexicanos: presunto hijo de uno de los hermanos Lizalde y una de las hermanas Huerta —parece el típico comentario machista en el que importa más el nombre del caballero de renombre que el de la mujer, pero la verdad es que no sé cuál de ellas fue exactamente (debo pedir disculpas por la falta de rigor investigativo, mis fuentes no son fidedignas y no tengo manera de comprobarlo por ahora)—. Aquél gentil y robusto hombre de ademanes nerviosos y paciencia incierta, gobierna plácidamente el breve espacio comprendido por la librería del … ubicado en …, no parece querer tomar en sus manos la herencia que le viene por la sangre. Y entiendo que así sea: digamos que un estudiante de literatura hace su tesis de licenciatura sobre un libro que relata la residencia de un felino inmenso en un domicilio, todo porque dice que cuando leyó dicho poemario, logró adentrarse en él, sentirlo y comprenderlo, bueno, muy válida su empatía literaria; sólo que, en vez de leer y disfrutar el libro, este cachorro libresco del que les platicaba, lo vivió. No justifico su actitud frente al trauma, pese a que es bien sabido que cada psique tiene maneras distintas de reaccionar cuando es confrontada, pero lo entiendo.

En la película, como en el libro (no lo sé de cierto, pero lo supongo), el tema central es la ranciedad que exuda la aristocracia mexicana, esa casta divina que es comúnmente despreciada por el grueso de la población que no pertenece a ella. Disfrazada de folletín, la trama triunfa como alegoría-moraleja del destino de los malos, perversos e infructíferos ricos que colman el país con sus sinsentidos y banalidades. Triunfa también en la introducción del elemento fantástico, en la sutil sugerencia de la existencia del diablo, y en su desenmascaramiento y personificación final. Triunfa, también, en la aparición (más bien ocultamiento) de Carlos Monsiváis personificando, en una fiesta, a un pudiente invitado. Pero falla en su público. Cierto es que en 1968 los indolentes acaudalados del sexenio bien pudiesen haber sido un estorbo insufrible, ya desde los cincuenta se les denominaba “mamones”; pero lo cierto es que el problema del momento no estaba tanto en ellos sino en la represión de los trabajadores y estudiantes por parte del gobierno (se sabe, defensor de los intereses de los oligarcas). En la película sólo hay una escena en la que el diablesco tío del protagonista (Ignacio López Tarso) le dice a un general de las fuerzas armadas: “yo quiero estar bien seguro de que el ejército no va quedarse cruzado de brazos en caso de un motín o de una huelga; si la gente se alebresta, hay que pararla; si una multitud empieza a actuar con violencia, ¿a dónde vamos a dar?”. Un comentario fuerte escondido en una parte medular de la película, pero que ya para las escenas finales, es una sombra borrosa. No cabe duda de que a más de medio siglo de ese horrible año, el modo de hacer visible un discurso “paródico” de ese calibre ha cambiado; sin embargo, lo que no ha cambiado es la situación violenta y degradante que vive la gran mayoría, entorno en el que una película, o una novela (por más folletín romántico que sea), no puede más que pasar o desapercibida u olvidada (dejando un sabor a económico melodrama).

En un contexto así, lo mínimo que podemos querer para nuestros descendientes es que sean jefes de una librería, ajenos y quizá curados del horror de querer pensar el embrollo que validamos como país.   

Categorías
Las tramas pasadas

Cuando el encierro nos alcance

Hubo un papá que sufrió mucho el brote de influenza H1N1. No porque le costara trabajo estar en casa sino porque tenía un hijo al que sí que le costaba. El adolescente se enfermó de encierro, quería comer comida chatarra preparada por jóvenes adultos que, según el progenitor, no tienen la conciencia higiénica que es requerida para la elaboración de alimentos; el padre se enfermó de verlo tan irritable, cada día tenía que usar, como último recurso, un poco de sarcasmo para aligerarle el peso a su ceñudo primogénito. Agripados ambos, llegó el día en que tuvieron que salir a arreglar un trámite. En el momento en que el imberbe y malagradecido muchacho piso la goma negra y nada pulcra que cubría el piso del trolebús, se curó. El padre quedó enfermo, de certezas y angustias: su vástago no era hogareño, era un adicto a la calle que se enfermaba si se quedaba sin su dosis de asfalto.

            En ese entonces nadie hubiera podido imaginar lo que está pasando ahora. A todos nos hubiera parecido el argumento de un libro o una película de ciencia ficción. Quizá de terror. Ya habíamos pasado de creer que los zombies establecerían su reino de mordidas y andares rengos por culpa de un ritual vudú o de un meteorito o el uso accidentado del Necronomicón, a asegurar que si los no-muertos nos atacasen sería por culpa de un virus o un error en un laboratorio. Sin embargo, nunca relacionamos lo uno (no-muertos) con lo otro (enfermedad). Quizá porque hasta en la piel caída, la falta de pensamiento y la violencia dirigida a satisfacer el deseo de carne humana fresca, vemos una promesa de resurrección. El COVID-19 no trae nada de eso. Al contrario, trae un estadio de sitio en el que pensar en las armas (grandes aliadas de las películas y videojuegos de zombies) es pensar en algo atroz que no tiene nada que ver con sanar. Trae un rompimiento de costumbres y ritos que nos es tan caro a los mexicanos. Trae un estado de miedo y angustia que limita nuestras acciones y movimientos. Trae también algunas cosas que parecen positivas: las charlas virtuales, el trabajo desde casa, el ejercicio doméstico y la cercanía espacial con las personas que, antes, (quizás) sólo compartían nuestro espacio. Ahora hemos vuelto las paredes una extensión de nuestro cuerpo o nos hemos vuelto parte del mobiliario. Se han resignificado muchas cosas, para bien o para mal. Lejos de las intenciones de este blog está el juzgar o enumerar esas nuevas semánticas.

            Pero. Hace no tantos años un canadiense, Vicenzo Natali, inició su carrera con una película de ciencia ficción terrorífica: El cubo (1997). Llena de violencia, giros de tuerca y sórdidos efectos especiales, el largometraje explota las relaciones humanas al estilo sartriano. ¿Por qué estamos aquí? ¿merecemos estar aquí? Sin embargo, ahí donde el francés tiene la certeza infernal de que seguiremos ignorando todo eso desde el más allá, el canadiense, prefiere quedarse en la alegoría y la confusión. Moderno y posmoderno. Los encuadres, la estética del filme, los colores: ahí donde todo parece tan minimalista es donde se cuela la certeza de lo metafórico. Las trampas, los números, las escenas de vacío y los descubrimientos, por acá se cuela la certeza de lo futuro. Y la amenaza constante: la muerte como artificio, una astuta máquina de justicia inescrutable y ciega.

            Hay un adulto joven que sufre la pandemia: la gente que él pensaba era su familia, le dio la espalda y le tornó la identidad en un misterio; el empleo por el que el joven había sacrificado horas de traslado y estudio le cerró las puertas y lo dejó sin sustento; el padre de una de sus mejores amigas, falleció en la lejanía y el terror que la enfermedad desató en Nueva York; otra de sus mejores amigas, murió por la enfermedad, lejano su cuerpo de cualquier acto de honra, de su familia, de su amigo.

            Hay una mujer que sobrelleva, dicotómica, la pandemia: por un lado, vive con el miedo de que su familia pueda enfermarse, por otro, disfruta las mieles de la vida conyugal fresca, justa y amorosa. Sufre porque no puede hacer mucho por los que menos tienen, sale a las calles y les compra a las personas mendigantes, a los vendedores solitarios, a los músicos marchantes. Pero ama y aprende, tal vez con cierto resquemor por todas las víctimas de violencia doméstica que el enclaustro ha traído, pero con la sinceridad y la frescura de quien sabe que el mundo no se cambia en un día. Con la luz blanca al frente y el horror alrededor girando, acoplándose y cambiando de formas, allí donde el cubo ha reiniciado sus números.

Categorías
Las tramas pasadas

El niño perdido

No recuerdo con exactitud la primera vez que escuché “El Sinaloense”. No sabía que fue compuesta por Severiano Briseño en una noche de tormenta. La recuerdo por dos cosas: por movida y porque es una melodía intertextual. En dicha canción, una envalentonada voz poética (https://e1.portalacademico.cch.unam.mx/alumno/tlriid2/unidad4/comprensionPoemas/yoPoetico) reta a los músicos de una fiesta que le toquen tres canciones: “El quelite”, “El torito” y “El niño perdido”. La primera de las tres es una dulce advertencia que un hombre despechado hace a su examor una noche antes de partir. La segunda, la sublimación inversa del deseo de un hombre. De esas dos, ninguna se ha quedado en mi alma.

            Es lugar común decir que las películas de terror no serían nada sin música. No solamente por los brincos que un chirrido pueda proporcionar a la audiencia; sino por la atmósfera enrarecida que una progresión extraña de acordes pueda provocarnos. Ejemplo de la última opción es el filme canadiense The Changeling (1980). La música es un tono más de la paleta de recursos que el director, Peter Medak, despliega. La actuación, neutra y más cargada a lo psicológico, de George C. Scott, me parece acertada. Se necesita compromiso para encarnar a un músico en pantalla. Scott lo tuvo al grado de aprender a tocar la pieza que su personaje (John Russell) ejecuta al inicio del largometraje. El terror es un género muy complicado por dos razones: porque, como dice Víctor Antonio Bravo: el terror es como el orgasmo, insostenible más allá del instante; la otra razón son los actores y lo difícil que es hacerlos llegar a la histeria, o a ese estado orgásmico que es el terror, sin que exageren. Medak lo logró aún con el pavor que le tenía a George Scott (tenía fama de actor difícil de tratar) y es reconocido por el impecable ejercicio de mesura que legó a la historia de las películas de terror. Combinando intriga y miedo, crea un relato sobre la venganza, la avaricia y la verdad; una historia a la que no le sobra que Martin Scorsese y Alejandro Amenábar la hayan puesto en sus respectivas listas de mejores películas de terror.  

            Cuando mi abuelo cumplió ochenta años, invitó a todos sus hijos y nietos para agasajarlos con delicioso mole verde, picoso mole rojo y suaves carnitas de cerdo. Todo quedó dispuesto fuera de su casa. Sobre un patio inclinado compuesto de tierra y piedra, tres pares de mesas largas con manteles blancos; en una orilla se acomodó un sonido (Sonido Púas) con sus bocinas negras y su quinteto de luces y lámparas programadas para herir los ojos del que se atreviera a verlas; todo estaba rodeado de una lona amarilla que nos protegía del clima y sus rigores. Durante la comedera, antes de que el sonido se adueñara del ambiente, un conjunto de mariachi nos deleitó a todos cumpliendo peticiones musicales. Casi a todos.

            No es fácil ser niño en este mundo. Aunque quizá sea menos peligroso que ser niña. En un entorno tan sobredesarrollado y mutante, la fragilidad de lo tierno se multiplica. La especie humana lleva años entendiéndolo y a quien dude de esas certezas lo invito a sentarse a leer los cuentos de los hermanos Grimm: el mundo no es un lugar fácil, desobedecer es morir, ser astuto es tener otro amanecer tras los ojos. En el folklore europeo hay una leyenda persistente: es una que narra la sustitución infantil. Un hada, un elfo, un troll o una bruja roban un bebé humano y en su lugar dejan un bebé otro. Menos capaz o distinto. Las motivaciones para realizar dicho intercambio, varían de lo increíble a lo grotesco, de lo benéfico a lo maldito. Todo al servicio del tema a explorar. En inglés, al niño otro se le conoce como el changeling.

            De la reciente filmografía nacional destaco una escena que me emociona como pocas cosas. Como a muchos de los hombres que nacieron en Occidente, a mí también me cuesta trabajo convivir con mi padre. Busco su aprobación como un cachorrito ciego; como un colibrí, el néctar de las flores; como una chinche, la sangre. Ávido de catarsis, no puedo evitar la revoltura de sentimientos al momento de ver la reconciliación del hijo y el padre en el climax de la película Una última y nos vamos (2015). En el centro de la ciudad de México, a dos pares de cuadras del zócalo está el Teatro del Pueblo; escenario de la reconciliación. Después de haberse separado con lujo de palabras hirientes, padre e hijo se reconcilian bajo las notas ¿solemnes? ¿heroicas? de la trompeta. La canción: “El niño perdido” (https://www.youtube.com/watch?v=kaEutd-0xTI). Mi emotividad simplona no me permitió saber que esa canción era “El niño perdido”. Mucho tiempo después de haber visto dicho filme, frente a uno de los varios pelotones de fusilamiento que uno se encuentra durante la juventud, recordé la escena y busqué el nombre de la canción.

            Es la música, en mi vida, una constante dicha. Un refugio que he disfrutado privilegiadamente. Nadie me maltrató ni abusó de mí en mi infancia. Nunca tuve que quedarme en la casa de ningún vecino porque mi mamá y mi papá estuvieran trabajando. Mi flojera era lo único que me separaba de dormir con el estómago lleno o vacío. Nada sabía de discapacidades ni de venganzas. Si hubiera visto la película de Medak, en ese entonces sólo hubiera sufrido la atmósfera y las manifestaciones sobrenaturales, de ninguna manera habría podido empatizar con el duelo del protagonista, ni con su desesperación frente al fantasma de un niño brutalmente asesinado en una bañera. Y vaya que es relajante saber que había una razón para su muerte, alguien quería hacerse rico, vil y ruinmente, pero al menos había un motivo. En esa razón, dentro de la ficción, uno encuentra un consuelo. Un alma vengada no es horrible. Lo espantoso son las fotos en las calles, el transporte, en las noticias. Los rostros en blanco y negro de niños que no están en sus casas.

            Entre tortillas hechas a manos; el rumor suave del mazahua y el español; perros olisqueando debajo de las mesas; niños corriendo de la cocina al patio; la familia celebrando el triunfo de la vida a lo largo de ochenta rounds; la carne siendo masticada: mi voz de privilegiado le hizo una petición al mariachi: “¡El niño perdido!”. Qué bueno que no me hicieron caso.