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Las tramas pasadas

Cuello roto

Nacer es un estrés. Ser esperado es una responsabilidad. Una carga de angustias y preocupaciones nace en nuestro alumbramiento. Con el tiempo aprendemos a cargar ese plasta de emociones y la llenamos, arreglamos, rompemos y desechamos. Cada quien sabe para qué le funciona esa prótesis y cómo la administra. Esta es la ley de las ciudades. Y como toda ley, discrimina a cualquier habitante externo, a cualquier práctica extraña. Esa ley ejerce, invisible, un lazo sobre las habitantes de la ciudad. Un lazo que todos apretamos y que hasta hace poco se ha transformado en una nueva fuerza, desconocida y experimental. Al fin el ahorcado aprendió a usar la horca, comprendió el ejecutado el anverso del filo que lo extermina.

            Hasta ahora, el ahorcado nacía para el patíbulo. Le enseñaban a acomodarse el pelo con las formas de la cuerda que algún día la terminaría. Sus dibujos tempranos eran un fomento de las filas, los ritos y las hordas que rodean al condenado. Sus juegos primeros, el ensayo para habitar el patíbulo; sus sueños iniciales se procuraban el ensayo de la fosa común. Así fue por mucho tiempo y eso estuvo bien.

            Pero un día, algo cambió. No fue que la víctima se pusiera una capucha y tomara un hacha; no fue que se alargaran sus extremidades y se convirtiera su cuerpo en firme horca; lustrosa guillotina. No. El poder de los cuerpos vejados, el arte en las lenguas moradas, la estética de las cabezas rodantes; eso fue lo que pasó. Ningún juez, ningún verdugo. Ningún mirón pensó que, al regresar a su casa, en una calle bien iluminada, en un aparador lustroso y avaro de las prendas más finas, estaría el cuerpo sin testa de aquella víctima que creía muerta. No. El mirón no está listo para eso. Y quiere decir algo, quiere burlarse de esa inoperante posición que ha adquirido el cadáver, pero en sus ojos sólo hay miedo, en sus labios, galimatías y en sus piernas, temblores.

            Y el juez, al llegar a su estrado el día siguiente, encuentra que su martillo ha desaparecido, que ahora debe dictar justicia con la lengua de la víctima de hace cinco años. Y sí, el morado le parece un color elegante (su esposa aprueba ese buen gusto), pero en sus años de paladín de la justicia jamás pensó que blandiría una lengua púrpura para castigar a alguien.  Vayamos entonces a la casa del verdugo que, cautivado con la visita de una turba de cabezas, ha decidido arrancarse los ojos y sentarse a escuchar la televisión. Están pasando una película vieja, apenas a color. Una película sobre una mujer que anhela ser madre y que termina engendrando al hijo de Satanás.

            Es una película que se considera maldita. Una película que se considera el nacimiento de un género, de un lenguaje. Es una consideración, en sí misma, de las ceremonias con las que el verdugo construyó su casa. El verdugo escucha nostálgico los desesperados gritos de Rosemary y una melancolía le roe las entrañas. De sus cuencas vacías caen lágrimas rojas. Las cabezas reconocen el grito y lo replican por cientos. El verdugo destroza sus oídos justo en el momento en que Rosemary les dice a todos que son unos ¡Maniacos! Con el rostro empapado de sangre, el verdugo duerme con una sonrisa, él fue maniaco alguna vez, hace mucho y qué cómodo era ser eso.

            Al día siguiente la hija del verdugo se levanta para ir a la escuela. En el salón de clases no hay nadie aún. Le gusta llegar temprano, escoger su lugar, acomodarse, esperar el dulce fluir de los estudiantes que van llegando, ávidos de conocimiento. Cuando el salón está lleno, se abre la puerta y entra una forma que apenas se entiende. Es una víctima. Deforme y desarticulada entra a dar clases, recitando, desde su cuello roto y morado, la lección.