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Las tramas pasadas

Arduo camino I

La mitología griega es esa panacea de imágenes e ideas que están disponibles para todos y que nos recuerdan que por más viejo que sea el mundo, seguimos siendo los mismos. Tenemos las mismas obsesiones, los mismos miedos, ganamos los mismos amigos y perdemos las mismas batallas desde hace más de dos mil años. Sin embargo, esa manía con el pasado es lo único que atraviesa nuestra existencia a través de los siglos. Le percepción de la lejanía que dejamos de ser. Y en esa nostalgia infinita que se explota cada treinta años para beneplácito de todos los aludidos; esa nostalgia que abre los brazos a todo aquel que tenga imaginación para aceptar que hubo un espacio de no existencia (y con él, una promesa de desintegración), en esa nostalgia infinita discurre el presente que se solidifica en lo que ignoramos.

            Y cómo nos impresionan las cosas que parecen escapar al transcurso de los días. Los objetos que están en nuestras cosas vivirán más que nosotros, pero a tal manera se han vuelto legión que únicamente podemos anhelar más. Adquirimos parias del tiempo, así como nos hacemos amigo de los enemigos de nuestros enemigos. Es sintomático de la especie humana que consideremos amigos a los que nos cubren y nos envuelven. Aventuremos una etimología pedorra. Uno de esos ejercicios de ficción que nos hacen cuestionarnos los cimientos de la lengua o la labia de quienes los escuchamos. Enemigo es aquel inamigo. Y el amigo es el que nos cubre si seguimos la tarea que nos deja la acepción de la palabra amicio: cubrir, envolver. El amigo en ese primer momento del mundo, en las primeras mañanas frías era el que nos ayudaba a evitar el frío, el que se cruzaba entre la mordida, el dardo, la furia y nosotros, para envolvernos, para mantenernos vivos. Todo aquel que quisiera quitarnos ese refugio, sacudirnos esa envoltura, era un destapador, un exhibidor. Los amigos solapan.

            Como la nieta que solapa a Juan Gris en la película Cronos (1993), porque la familia es esa amistad sanguinaria que se hereda. La protección inmediata durante y después del nacimiento. Quién si no entendería esa magia que nos hace amar a los “nuestros” sólo porque entre nosotros nos hemos cobijado, cubierto, envuelto. Esa atracción que rivaliza con el insaciable banquete del tiempo. Una atracción que nos hace venerar la sangre. Ese “río viviente” y vivificante que anhelamos perpetuar. A todos nos gustaría ser el padre de Zeus, cayendo infinitamente, derrotados, pero conscientes a perpetuidad. Al final el éxito es una invención pobre, un minúsculo paliativo frente a la muerte. ¿De qué sirve la victoria si sólo nos espera el final?