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Las tramas pasadas

La pertinencia del golpe sobre la piedra

Creo que una de las bondades no solicitadas de esta modernidad mediática es la certeza de que podremos expulsar nuestras quejas fuera de nosotros. Digo bondad porque si pensamos en la plomería como una bondad de la era moderna; las redes sociales —bondades indiscutibles— son como retretes portátiles en los que depositamos las cosas tóxicas que traemos en la cabeza. Alguien debería hablar sobre el horror que nos provocaría quedarnos sin esas válvulas de escape. Yo no seré el que trate de escribir los pánicos y desastres que causaría en la sociedad la ausencia de conectividad. Pero sí seré el que proponga una solución. Porque todo futuro tendría que ser, un receptáculo de alternativas.

            Propongo a todos esos desesperados usuarios, desolados por el apagón de redes sociales, que piensen en aquello que justo estaban desestimando, que se detengan a pensar en la publicación descalificadora e irrefutable que estarían escribiendo de no ser por esta tragedia inminente. Bien, ¿ya la tienen en mente? ¿Visualizan ese final de mierda que no le hace honor a un proceso de años y emociones bien construidas? ¿Tienen enfrente de ustedes el artículo que descalifica con mentiras a su sujeto mediático favorito? ¿Ya están viendo al indiscutible hacedor de todos los males de este mundo? Muy bien. Ahora háganlo ustedes mismos.

            Algún día de mayo o junio del 2008. En el Mix up de Parque Lindavista. Un sujeto no identificado compra un disco de Los Tres por el simple hecho de que la pista siete de dicho álbum es “Cerrar y abrir”. Cuando llega a su casa y escucha el trabajo del grupo chileno, con la innecesaria condición de escuchar pista tras pista hasta llegar a la que conoce: descubre una alegre canción que imita el estilo country norteamericano y cuenta la historia de un hombre que se queja ante Dios (perdón que lo escriba con mayúsculas, pero ahora el Señor guía mis actos) por lo mala y deshonesta que es su esposa. El Todopoderoso, en su infinita sabiduría le dice: “Hágalo usted mismo”.

            Aseguro y garantizo el consuelo inmediato. Al menos en las personas sensatas. No puedo hablar por aquellos que digan: “Pues por eso yo no compongo” o “Pues por eso no soy presidente” o “Por eso no soy famoso”. Quizá ellos requieran soluciones más complejas que mis escasas capacidades aún no han desarrollado. Finalmente, “no me pagan por hacerlo”. Empatía es lo que falta en este mundo infinito en el que debemos de alimentar a los avatares que nos representan en la fastidiosa vida real y cargar con sus emociones y preocupaciones diarias, al menos hasta el momento en que podamos compartir aquello que nos distingue y, a la vez, nos hermana del resto. Tratar de hacer lo que el otro no hizo como nos gustó y al menos lograr un resultado parecido. ¿Seremos capaces? ¿Nos decantaremos por el onanismo o por el mesianismo? ¿Lograremos el punto medio o tiraremos la toalla diciendo: “no soy monedita de oro” o “cada cabeza es un mundo”?

            Marzo de 2017. Un estudiante de la UACM que cursa la carrera de Creación Literaria en el plantel Del Valle, entra a la materia de Cuento III. Con cierta alegría descubre que el plan de estudios de la materia le obliga a escribir subgéneros: Ciencia Ficción, Terror, Detectivesco, Romántico. Pan comido. Cuántas antologías baratas no tienen mil y un veces el mismo cuento fácil, los mismos héroes estupefactos, los diálogos casi calcados. Habrá uno que se distinga del resto, pero será en la trama, en el manejo del lenguaje. Al final, por algo los prestigiosos autores no les dedican más que ciertas páginas experimentales, perdidas entre la verdadera carnita (los demás textos), a dichos subgéneros. Falso. El que esté libre de arrogancia que arroje el primer poema con marcianitos, la primera epístola con vampiros o la reinvención del detective.

            En ese futuro desolado, sin libertad de expresión y lento como sólo el pasado había sido, un humano acaba de ver las dos versiones de El libro de piedra (1969 y 2009). Sulfurado por el tratamiento joligudense y simplón del remake, está dispuesto a publicar una reseña en la que despotrique contra el trabajo de Julio César Estrada, por un lado; mientras que elogia y enaltece la sensatez y mesura de Carlos Enrique Taboada. Quizá en su diatriba haga un hueco para señalar la diferencia de métodos actorales, burlándose de las acartonadas actuaciones de Marga López y Joaquín Cordero, frente a las naturales (y harto desabridas) de Evangelina Sosa y Plutarco Haza. Dejando constancia de los logrados esfuerzos actorales de ambas niñas Lucy Buj y Mariana Beyer (qué curioso, las dos tienen la letra “B” en sus apellidos). A punto de terminar su reseña, recuerda que las redes sociales han muerto, perdidas para siempre como el pueblo de Holsteinborg. Haciendo caso a las indicaciones de este, futuramente muerto, servidor, borrará su reseña y escribirá, por tercera, cuarta, décima, septuagésima tercera vez, la historia de Hugo.