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Sin terror

La pasión cinética

“Era cierto que nacíamos al borde de una tumba. No era menos cierto que había múltiples destinos posibles y en uno de ellos uno no moría antes de nacer, no moría niño, no moría joven con cara de viejo, moría de causas naturales, en la paz del sueño, entregado a uno de esos mundos que habitan nuestro interior”

Edmundo Paz Soldán “Azurduy”

Nuestra realidad es dictada por nuestra impaciencia. Antes de la tiranía de los GIFS, existían, en el internet, paisajes boscosos con ríos y follaje móviles. Aunque el resto de la imagen era estática, la caída del agua o el correr del viento sobre las hojas se apreciaban en un constante y repetitivo intervalo de movimiento. Se llegaron a usar como fondos de pantalla o en las interminables, y temibles, cadenas de correos.

Nadie se atrevería a proclamar dichas imágenes como obras de arte. Rayan en lo kitsch. Puede que un niño de tres años levante la mirada del teléfono de su madre para contemplar, en la calle, una imagen de este tipo —sí, llegó a los puestos ambulantes—, para luego continuar mirando la pantalla. La dicotomía que habita en esas imágenes olvidables es el corazón mismo del segundo largometraje de Théo Court, Blanco en blanco (2019).

La película cuenta, en palabras de José Alayón, fotógrafo y productor de la cinta: “la historia de Pedro (Alfredo Castro), un fotógrafo que va a Tierra de Fuego a fotografiar el matrimonio de Míster Porter con Sara, una niña. Durante esa primera fotografía, Pedro se obsesiona con ella y esa obsesión por la niña hace que Míster Porter, este terrateniente que es invisible, un poco un personaje kafkiano, se vengue de él y lo maltrate y lo expulse”[1]. El trabajo fotográfico de Alayón no expone en bruto la soledad y el frío de La Pampa; elabora, más bien, el interior del protagonista y de las personas que lo rodean

 No hay imágenes destinadas al olvido o a la indiferencia. En las panorámicas, que abundan en la película, los personajes se mueven, caminan, pelean, cercenan, viven. Y la paciencia que se requería para tomar una foto en los albores del siglo veinte —presente, al inicio y al final del filme, en el conteo del protagonista durante la captura de la imagen; en la solemnidad con que se comportan los demás personajes cuando están frente a la cámara; en los usos lentos del agua y el vapor; en los hábitos nocturnos— contrasta con la impaciencia sentimental del protagonista. Y con la nuestra.

La naturaleza quieta de la obra; su música pausada; la iluminación que es cruda como la mímesis y minimalista en sus elementos —las escenas iluminadas por antorchas son apabullantes—; hacen equilibrio con la gran cantidad de temas y referencias que habitan en la pieza del director hispano-chileno. En la quietud del paisaje hay dos profundidades: la perspectiva y la temática. En la trama, hay muchas. Desde las clases sociales, pasando por el genocidio racial, la pedofilia, la multiculturalidad y el poder, hasta la eterna e inexplicable búsqueda del artista en su obra. Ninguno de estos temas es tratado con simplificaciones. Se nos permite asomarnos detenidamente dentro de la olla en ebullición, recibir el vapor en la cara y aguantar el picor en los ojos.

La pasión que avasalla a Pedro no puede concretarse, porque lo que ama, sin saberlo, es la fijeza. La constancia de lo que parece incorruptible. No quiere a Sara (Esther Vega) para que sea su esposa, sino para que le pose. Tal vez para despojarla de aquello de imposible que hay en su inocencia. Estremece la escena de la segunda sesión fotográfica, cuando los toscos dedos del fotógrafo le humedecen el maquillaje a la niña. Esa caricatura de beso es duramente equilibrada con la escena de violación multitudinaria que acontece en la fiesta en honor a Míster Porter.

Para entonces Pedro sabe que pasó a ser otra propiedad del terrateniente. Un monigote más al que se le ordena: “Hazte útil”. Y al hacerlo se reconoce como un soplón, vuelto un artista de la matanza. A este nuevo Pedro, surgido del despojo y la ingenuidad que le rodean, se le aparece K’terrnen. Es una de las imágenes más intensas del largometraje. La película acontece durante la aniquilación del pueblo Selk ‘Nam; Court nos sugiere una superficie que se aprecia mejor cuando ahondamos en su historia.

Los Selk ‘Nam, conocidos también como Onas. adoraban y respetaban a los espíritus que encarnaban lo desconocido. En una gran ceremonia, en la que los hombres pasaban de la niñez a la adultez, llamada Hain, los participantes debían luchar contra esos espíritus y contra lo que representaban. En el momento más álgido de dichos enfrentamientos, K’terrnen aparecía y su llegada marcaba el final de la ceremonia y el inicio de un nuevo ciclo vital.  Su piel roja contrastaba con las hileras verticales de plumas blancas que lo cubrían. En ese contraste habitaba la fragilidad de lo que recién llega al mundo.

Ayer compré el boscoso paisaje mágico. Lo limpié y lo colgué en la pared frente a mi cama. Me pasé la noche, estático, mirando su paradoja. Mi corazón, en cambio, asentía cinético al esfuerzo que le imprimí cuando recordé a Sara, su boquita roja, su cuello exhibido. En la prontitud con que podemos traicionar a los otros y en lo tercos que somos con lo que creamos. Impacientes esclavos de lo inmediato. El clavo, estático, sostenía su carga con estoico silencio. Mi cerebro, cinético, pensaba que, si se tiene la suficiente paciencia, la vida se revela imperturbable.


[1] “Blanco en blanco”. YouTube, (30 de julio de 2019). Web. 30 mayo 2020. https://www.youtube.com/watch?v=ohL8fgiz-8E

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