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Las tramas pasadas

El folletín romántico

“Al cruzar el umbral se vieron, de cuerpo entero, entre las garras de una bestia furiosa: eran muchos espejos, de forma irregular, cada cual sostenido por los dientes, las uñas y la cola de sendos dragones dorados. Arminda se tocó levemente el peinado, lo aprobó”

Emilio Carballido, Las visitaciones del diablo

Definido por Jesús Cuadrado como “el género popular por antonomasia; y es la esencia de la cultura popular en cualquiera de sus facetas. Es, también la cualidad evidente que el lector o espectador —sujeto pasivo— acepta sin extrañarse”; y por Esther López Portillo como un género que “logró modificar el estilo de escritura priorizando el suspenso; es decir que utilizaba argumentos y esquemas narrativos simples, aunque exigía la aparición de un elemento misterioso al final de cada episodio.

A través del tiempo, este tipo de literatura ha sido considerada por algunos críticos como un género menor por elementos como su estructura, lo estereotipado de los personajes, las situaciones inverosímiles y sensibleras, así como el uso, y sobre todo el abuso, de lugares comunes”; el folletín ha rondado las vidas de los que actualmente ocupamos el planeta. Los episodios de las telenovelas calzan en dichas descripciones de una manera dolorosamente ridícula. Las series televisivas gringas de antes de los dosmiles, también. Las novelas mejor vendidas; las películas de acción y romance, de aventura, de ciencia ficción, por supuesto que las de terror. Por su naturaleza, más cercana al producto, el folletín pasó de ser sustantivo a adjetivo, uno muy peyorativo, además. Cualquier cosa podía ser denostada, relacionándola con la palabra con “F”.

Como en México “el diablo nos pela los dientes”, celebramos la muerte y nos encanta enchilarnos, es decir: como en México nuestro espíritu ontológico nos lleva hacia la dirección opuesta del “sentido común”, Emilio Carballido, escribió —sin pudor y más bien con una intención edificante— en 1965, un “folletín romántico en XV partes”, llamado Las visitaciones del diablo.

Los primeros años de librero en Educal estuvieron llenos de tareas muy poco relacionadas con los deberes que la vox populi relaciona con la libresca labor. Iba al banco a realizar depósitos bancarios relacionados, o no con las ventas de la librería, me consignaban para adquirir desayunos y comidas del resto del personal, y muy pocas veces —pero harto disfrutables— me mandaban a recolectar libros a zonas escondidas de la ciudad. Ese movimiento era conocido por la somera voz “traspaso”. Así fue como conocí a un descendiente directo del linaje más alto de poetas mexicanos: presunto hijo de uno de los hermanos Lizalde y una de las hermanas Huerta —parece el típico comentario machista en el que importa más el nombre del caballero de renombre que el de la mujer, pero la verdad es que no sé cuál de ellas fue exactamente (debo pedir disculpas por la falta de rigor investigativo, mis fuentes no son fidedignas y no tengo manera de comprobarlo por ahora)—. Aquél gentil y robusto hombre de ademanes nerviosos y paciencia incierta, gobierna plácidamente el breve espacio comprendido por la librería del … ubicado en …, no parece querer tomar en sus manos la herencia que le viene por la sangre. Y entiendo que así sea: digamos que un estudiante de literatura hace su tesis de licenciatura sobre un libro que relata la residencia de un felino inmenso en un domicilio, todo porque dice que cuando leyó dicho poemario, logró adentrarse en él, sentirlo y comprenderlo, bueno, muy válida su empatía literaria; sólo que, en vez de leer y disfrutar el libro, este cachorro libresco del que les platicaba, lo vivió. No justifico su actitud frente al trauma, pese a que es bien sabido que cada psique tiene maneras distintas de reaccionar cuando es confrontada, pero lo entiendo.

En la película, como en el libro (no lo sé de cierto, pero lo supongo), el tema central es la ranciedad que exuda la aristocracia mexicana, esa casta divina que es comúnmente despreciada por el grueso de la población que no pertenece a ella. Disfrazada de folletín, la trama triunfa como alegoría-moraleja del destino de los malos, perversos e infructíferos ricos que colman el país con sus sinsentidos y banalidades. Triunfa también en la introducción del elemento fantástico, en la sutil sugerencia de la existencia del diablo, y en su desenmascaramiento y personificación final. Triunfa, también, en la aparición (más bien ocultamiento) de Carlos Monsiváis personificando, en una fiesta, a un pudiente invitado. Pero falla en su público. Cierto es que en 1968 los indolentes acaudalados del sexenio bien pudiesen haber sido un estorbo insufrible, ya desde los cincuenta se les denominaba “mamones”; pero lo cierto es que el problema del momento no estaba tanto en ellos sino en la represión de los trabajadores y estudiantes por parte del gobierno (se sabe, defensor de los intereses de los oligarcas). En la película sólo hay una escena en la que el diablesco tío del protagonista (Ignacio López Tarso) le dice a un general de las fuerzas armadas: “yo quiero estar bien seguro de que el ejército no va quedarse cruzado de brazos en caso de un motín o de una huelga; si la gente se alebresta, hay que pararla; si una multitud empieza a actuar con violencia, ¿a dónde vamos a dar?”. Un comentario fuerte escondido en una parte medular de la película, pero que ya para las escenas finales, es una sombra borrosa. No cabe duda de que a más de medio siglo de ese horrible año, el modo de hacer visible un discurso “paródico” de ese calibre ha cambiado; sin embargo, lo que no ha cambiado es la situación violenta y degradante que vive la gran mayoría, entorno en el que una película, o una novela (por más folletín romántico que sea), no puede más que pasar o desapercibida u olvidada (dejando un sabor a económico melodrama).

En un contexto así, lo mínimo que podemos querer para nuestros descendientes es que sean jefes de una librería, ajenos y quizá curados del horror de querer pensar el embrollo que validamos como país.   

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