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Las tramas pasadas

Alegoría egoísta

Quizá repetimos lo que nos obsesiona porque nuestra felicidad final será un solipsismo insoportable. Y ese será el infierno. No es idea nueva. El mismísimo Jean Saul Partré lo intuyó en “A puerta cerrada”. Sin embargo, es algo que acaba sepultado en el giro intelectual aquél del “infierno son los otros”. Me refiero a los “sueños” que los personajes tienen y que los hacen recordar, y hasta “ver”, la vida. Esos ideales que los protagonistas albergan aún después de muertos y que están seguros que les reservarán una felicidad inamovible en la morada última. ¿Y si fuéramos bolsas que portan obsesiones, con la meta última de llegar a un envase más grande que nos permita hundirnos infranqueablemente en ellas? El aprendizaje celestial, la conclusión del eterno retorno, sería darnos cuenta de lo vanos y ridículos que fueron esos caprichos. Y entonces estaremos listos para sembrar nuevas y mejoradas obsesiones en los que vienen detrás nuestro.

            Los estudiosos del género fantástico saben que hay una vertiente del género que es alegórica. Contrario a las apariencias, no todas las narraciones fantásticas son alegóricas, aunque todas las alegorías contienen fantasías. Jesucristo enseñó con alegorías. Los sufíes enseñan con ellas. Y la fantasía, a veces, se viste de alegoría para enseñarnos. Para irnos sin rodeos: el realismo es un subgénero de la fantasía, una que se regodea en la mímesis y en saber observar. No hay cosa más fantástica que saber la génesis exacta de los personajes y sus pensamientos. No hay nada más surreal que el hiperrealismo. La alegoría del autor realista es la crueldad, la virulencia del morbo y sus reflejos. Hasta hace poco comprendí mi error al tratar de entender, descifrar (insolente de mí) las películas de terror alegóricas más allá de su intención. Society (1989), El bebé de Rosemary (1968), Boda sangrienta (2019) y hoy, aquí en este día nublado, hablo de: They live! (1988) de John Carpenter.    

            La primera vez que vi la tipografía Futura Extra Bold Condensed Oblique, con la palabra Obey, fue en una playera que tenía el rostro del ratón de Walter, supuesto masón 33, en una imagen binaria que era intrigante. Nada sabía del artista Shepard Fairey, ni de John Carpenter. Como muchos de mis compañeros de generación, entré al cine por la puerta trasera. Gracias a remakes y a referencias en programas de televisión. Tuve entonces que esperar hasta que Tepito hiciera su parte en el proceso de reproducción fraudulenta, pionera y curiosa, para llegar a esta pieza. Siempre indirectamente.

            Las películas de Carpenter no siempre son alegorías tan drásticas como esta historia de extraterrestres. Fiel al horror y a la ciencia ficción, John desarrolló en su largometraje una crítica llana e (como curiosamente parecen todas las alegorías una vez que son descubiertas) inocente al capitalismo, la publicidad y el nuevo modo de vida estadounidense en la era post Reagan. La estética del filme y los diálogos entre personajes son directas, no esconden justicias poéticas o enrevesadas actuaciones. Un adulto joven de aquella época podrá identificarse con la sensación de desamparo y desempleo que transmiten los dos protagonistas varones de la película. Allí ya no sé qué pensar de Carpenter, sus personajes protagónicos son en su mayoría masculinos y los papeles interpretados por mujeres son pésimas caricaturas de las fobias sexistas de la época (la neurótica, la traidora, la rescatada o secuestrada). Queda la inquietud en el aire.

            Un ejemplo de exagerar o rebuscar la alegoría: hace unos días pensé que Alien (1979)era un escondido alegato contra el embarazo. Al igual que Jurassic Park (1993) era una película pro-vida. Tal vez no sean exageraciones, pero estamos claros en que el modo de exponer sus premisas y sus personajes es el regular, sin los maniqueísmos y símbolos que requieren las alegorías. Va una muestra del ímpetu alegórico de Carpenter: la escena de lucha entre los dos personajes principales. Terca y masculina apología de la igualdad racial. Todos somos iguales cuando del capital se trata. A Ellos les conviene que creamos en nuestras diferencias. Pero habrá que unirnos para acabar con ellos, o al menos para quitarnos la venda. En el caso de la película: para ponernos los anteojos.

            Con el perdón y el respeto que merecen las personas que han fallecido en esta pandemia, tendré el egoísmo y el descaro de contar una insensata idea que me ha acosado desde que vi la película mentada: ¿será, el coronavirus, ese par de gafas que necesitábamos para descubrir el verdadero entorno en el que estamos? A inicios de abril me agripé o al menos eso me dijo la doctora a la que consulté. Después de seguir su tratamiento, perdí el gusto, por casi dos semanas, quizás diez días. Y aunque nada me sabía mi paladar presentía cosas, ingredientes en aquello que masticaba. Sobre todo, noté un sabor pastoso y ácido que ahora relaciono con el aceite y la manteca. Ahí está en los puestos de tacos que rodean el metro, en las cálidas rosticerías, en las vacías torterías. En mi orina matutina y en el aliento de fin de día. ¿Será que el coronavirus desenmascaró ese mal menor que es nuestra alimentación? ¿será que nos llevó al infierno antes de tiempo, para olvidar las necedades? ¿para enfrentarnos con el desconocido que llevamos dentro y que puede enfermarnos o curarnos?

            No quiero terminar sin anotar el certero y potente mensaje que aparece en los dólares, cuando el protagonista descubre el verdadero mensaje de las cosas, con sus lentes oscuros: “este es tu dios”.    

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