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Las tramas recientes

Lo que vi II

Para Ana

Es un privilegio que la violencia se me haya presentado sólo a través de las películas. Habrá que matizar, no obstante, que lo anterior no significa que no hubiese visto o vivido ciertos grados “menores” de violencia. Y lo señalo porque pareciese, recientemente, que todos somos muy conscientes de lo que es violento y de sus secuelas. No faltará el estudioso que compare el ejercicio del poder con el ejercicio de la violencia. No faltará el radical que mencione que México es un país violento, que todo aquello de señalar y defender y evitar, son inventos de personas ociosas y debiluchas. Para entonces ya me habían golpeado varias personas, de mi familia, de mi escuela, de broma, en serio. Para entonces ya había sido testigo de un abuso hacia menores, de un robo, varios choques y de la quietud de un muerto en su tumba, había visto también esa especie de impacto que nos genera enfrentarnos a la sexualidad de los otros. De alguna manera es también un crimen, al menos contra las inocencias.

            Ciudades oscuras (2002). En cada edificio del campus tecnológico del Instituto Politécnico Nacional, ubicado en Zacatenco, hay un auditorio. Su madre trabaja allí en la biblioteca de uno de ellos. Él a veces camina corre y juega por los jardines del lugar. Y otras, entra al auditorio de la escuela. Hacen ciclos de cine: en octubre ponen los episodios más recientes de “La casita del horror” de los Simpsons, subtitulados, en febrero ponen especiales de películas históricas o románticas. En un mes no tan frío, entra sin pensarlo a la sala y en la pantalla hay rostros y parajes que no parecen tan ajenos: en un feliz instante de reconocimiento, se da cuenta de que es una película mexicana. Pero todo cambia de pronto: hay groserías y trancazos, algo que no es tan común. Piensa, en su desconocimiento, que es por las películas mexicanas que las personas creen que los mexicanos son agresivos. Hace poco vio Asesino en serio (2002), no le cabe duda, los que le rodean no son violentos ni cachondos, todo es una ficción de la pantalla. De pronto una mujer entra a la farmacia y le dispara al dependiente en la panza y en los testículos. Escenas atrás su hija le dio a entender que el robusto señor que yace ahora en el piso, bañado de sangre abusó de ella. Antes de que la película acabe, se sale; en los oídos lleva las detonaciones de esa equívoca venganza.

            Hay dos realidades que se sobreponen sin descanso a los ojos de las personas que nacieron en la clase media: la de la indiferencia y la del desquite. La primera realidad es una niebla de apatía que emborrona los rostros de los cuerpos que naufragan junto al nuestro. La segunda es un socavón que nos arrastra a todos al centro de un lago muerto y hediondo, en el que, para no sucumbir, debemos de hundir al de a lado. En el que, sin embargo, abundan cadáveres sobre los cuales se podría flotar decentemente, pero todos queremos uno que hayamos hecho. Es un alegre orgullo enfermo. Como el orgullo que tienen los que viven en la neblina, de pensar que no hay nadie delante de ellos, ni detrás. En ese espacio que los ojos alumbran apenas con el ansia de las plantas, somos (los que habitamos la neblina) pioneros venturosos, acólitos del trino frío de la nada.

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