Uno de los ineludibles placeres que conlleva pertenecer a la clase media, es la solvencia económica que permite visitar el cine una vez por quincena. Y mientras uno va creciendo, también lo hace el ritmo de la industria y los intereses se van volviendo más específicos; las salas se tornan pequeñas, las restricciones perecen. La coincidencia acomoda el tablero (siempre es mejor pensar en un vago demiurgo, —más concepto que potencia) y dispone que el Palacio Chino dé la película Daniel y Ana (2009). Puestas así las piezas más importantes, los dos personajes que van llegando, madre e hijo, a esa calle del extremo poniente del Centro Histórico, en la que languidecerá hasta la extinción el glorioso cine de temática oriental, son peones que no sueñan coronarse, sino divertirse.
Están equivocadas las piezas, no hay diversión en la película, acaso la involuntaria risa nerviosa que ataca a los incómodos. Además, a ninguna pieza, por más liberal que se sienta, le puede resultar cómodo el tema del secuestro, la violación y el incesto. Las piezas no tienen idea, en ese momento, en esa sala callada donde otras piezas, silenciosas igual, se debaten entre la permanencia o la partida — la bonita tradición de salirse de la sala cuando la película no te gusta—, no tienen idea de que la obsesión del director, Michel Franco, es mirar el resultado de lo que los demás obligan a sus protagonistas a hacer. Porque una de las formas de violencia es el ejercicio del poder. Y entonces ya las piezas eran parte de un juguete más grande llamado Matrioshka, en donde el director de la película les ejercía la incomodidad vestida de morbo. Las piezas no pueden dejar de ver lo inevitable de los personajes. Y aunque se pueda ver a los actantes de las películas en tomas largas y sin cortes, en momentos domésticos que tampoco nos dicen mucho de lo que piensan, ni de lo que esperan; al final lo irremediable llega junto a los créditos.
Varios años después, dos peones, uno de ellos por segunda ocasión, se enfrentan a Franco, a su lentitud e inevitabilidad. Quizá ya se intuye cierta predilección por los personajes en situaciones no económicamente precarias. Algo que otros alfiles y caballos han desprestigiado como el género: “los ricos también sufrimos”. Puede ser que Franco sólo quiera hablar de lo que conoce, puede ser que la violencia en todos los tableros sea ya tan intolerable y tan indistinguible que el estrato social de los personajes que aparecen en Después de Lucía (2012) sea un simple accesorio, una variedad de tablero de apariencia lujosa, pese a seguir siendo, en el fondo, la cuadrícula dicotómica de sesenta y cuatro espacios disputables. La película tiene una mayor distribución. La cobija el gigante mediático Televisa, nadie sabe bajo qué ejercicios y con qué obligaciones, pero muchos recordamos haber visto la portada del filme en casi todos los puestos de películas clonadas de la ciudad.
Un lustro pasa. El peón que hemos acompañado hasta ahora se enfrenta de nuevo a la particular mirada del cineasta. Pasado ha, aquel, por alto otros trabajos de éste, pero ineludiblemente, entra de nuevo a la sala, una vez más en compañía de una mujer. De Las hijas de Abril (2017) es el turno. Con una narrativa más ágil e intrusiva, con una cámara que patenta su rareza y con historias que intentan abarcar estratos más amplios, el peón y su acompañante sufren con la historia de manipulación, abandono y competencia. Entonces sucede lo inaudito, el peón reconoce en un personaje a un antiguo compañero de otras casillas, de otros gambitos y aperturas. Qué dicha saber que ahora es parte de ese universo cinematográfico de dobleces y destinos truncos. Al final de la película hay un dejo de esperanza, una suspensión de lo terrible, un movimiento engañoso que despista y cimbra la mesa de juego, dejándola en desventaja, inadvertida de lo que vendría.
Este año. Con todas las precauciones posibles, que siempre son pocas, en un ardite que suena indolente, despreocupado y grosero, el peón va al cine a ver Nuevo orden (2020) Y acompañado con la compañera efectiva, con la ficha perfecta que él quiere convertir en su reina. No por obligación, ni por desesperación, sino por todo aquello que no está en las películas de Franco: libertad. Es cierto, el peón lo reconoce once años después: Michel Franco es un creador helénico, un rápsoda trágico que ha entendido lo más terrible de la tragedia, su apabullante giro inalterable, impredecible y ejercitablemente humano. El reverso de la libertad que implica ser esclavo del aparente albedrío en el que nos desplazamos, cada uno con sus movimientos previamente escritos sobre la nada.