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Sin terror

La sopa, el intento y el dinero en la selva

Tres imágenes me quedan de la noche (casi) en blanco y negro que me pude permitir el martes: una sopa; una mujer cabizbaja preguntándose: «¿De qué sirve intentar?»; y un hombre de apariencia gentil con una calculadora montada sobre un fajo de billetes en la mano, en medio de la selva. Par mí representan el ridículo sobre el que se cimenta la construcción de nuestra sociedad.

Obviamente para Eisenstein la sopa simboliza una injusticia y está cargada de manera tan efectista (palabra sin fines demeritorios) como el niño asesinado y pisoteado y la carriola que se desploma por las escaleras. Sin embargo, el director no deja de ver la ironía de la situación cuando le pone encima al cadáver, del personaje iniciador de la revuelta en el Potemkin, un letrero que dice: «Por una sopa».

Ese pequeño detalle de la sopa como incitadora de la revolución no me parece poca cosa. No vuelve hueca la justa sino que le da un carácter de absurdo a la injusticia y a su contraparte. ¿En qué mundo se vive cuando se muere por tener lo mínimo para vivir? Muy probablemente incitado por el espíritu revolucionario (y las amenazas de Stalin), Eisenstein concluye la película de una manera muy esperanzadora, ahí quizá el que suena ridículo es él. Al menos casi cien años después. Finalmente el cine comercial contemporáneo nos retaca de finales que no hablan mucho de la realidad que conocemos.

Por lo que vale la pena revisitar la película, desde mi punto de vista y aparte de la música que es increíble (aunque muy bélica), es por esa pequeña pregunta que se esconde debajo de esa espesa sopa —probablemente echada a perder—, ¿en serio es tan difícil?

Por otro lado tenemos el absurdo completo en el que nos sumerge Don Carlitos Chaplin por hora y media. Nos muestra una ciudad que tiene todas las contradicciones dentro y que el director exagera para que las veamos de una manera más clara. En esta película, comparada con la anterior, el efecto es inverso. Tanto así que mientras la sopa es una de las primeras imágenes que aparecen en el filme ruso; en el norteamericano, la reflexión de la mujer cansada de intentar, aparece hasta el final.

La comedia no es un arte sencillo. Por un lado, puede banalizar lo retratado y por el otro, puede doler aún más que una tragedia. Esa cualidad dual que existe en la comedia es más chocosa porque reconocemos que así es como podemos filtrar el castillo invisible sobre el que se levanta el reino de la realidad. La inclusión de este grupo de parias que no quieren serlo pese a las dinámicas del capital, quien los coloca en esa situación, hace el filme de Chaplin más fuerte. ¿Quiénes son estos personajes tan salvajes y al mismo tiempo tan sencillos? ¿Son los héroes de la clase trabajadora? ¿O los otros? Lo que cualquiera de nosotros podría llegar a ser y no quiere. Me encontré una frase el otro día: «Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal (…). En este régimen de la auto-explotación uno dirige la agresión hacia sí mismo. Esa auto-agresividad no convierte al explotado en un revolucionario, sino en depresivo». Es de Byung-Chul Han.

Chaplin resuelve con un discurso muy optimista, aunque no tan fantasioso (perdóname Marx) como el de Eisenstein. Y pese a eso, la imagen que más perdura es la del final de la película, el agotable poder del ser humano para querer seguir luchando por aquello que se le quiere vender (si nace sin él) o se le arrebata (si alguna vez lo tuvo) y que no tiene.

¡Cómo nos chingamos entre nosotros! Qué fácil se nos hace ser otros con los no nuestros. Y sin llegar a tocar dinero, como sugiere Sebastiâo Salgado al inicio del documental que retrata (vaya paradoja) el trabajo y pensar del que es considerado uno de los mejores fotógrafos del mundo. Si la fotografía es un arte y el arte tiene el deber de provocar y hacer reflexivo al mundo, entonces Sebastiâo es un Artista.

Desde el blanco y negro las imágenes se enrarecen. Cuando era niño y pasaban alguna película de Pedro Infante o de Tin Tan, en la tele, me imaginaba que los ojos de mis padres y abuelos (quienes comentaban las películas o se sabían los diálogos) vivían la vida en dicotomía cromática constante. Creía pues que en algún punto antes de que yo hubiese nacido, y de alguna manera que no lograba imaginar, comenzaron a ver la vida a color. Muy egocentrista el chamaquito.

Pero no es esa dicotomía un modo natural de ver el mundo y, sin embargo, medio siglo se guarda en esos tonos. Un medio siglo donde todo ha sido llevado al paroxismo de un modo tan veloz que en medio de una diáspora encontramos a este señor con un fajo de billetes de distintas denominaciones, nacionalidades colores; haciendo operaciones y cambios. Tratando de respetar ese gran sistema de fantasía que es el papel moneda. Quizás con hambre, quizás con miedo, pero sobre todo tratando de aferrarse a eso que conoce como más sólido, valioso. Al grao de que es migración tenga todo que ver con el dinero, pero no con el que tiene en las manos, sino con el que se le ha quitado.

Las miradas se agolpan en mi cabeza, esos ojos que me imponen los cineastas, que se abren detrás de mi frente, delante de mi nuca y que espero que poco a poco, aunque les cueste trabajo —quizá por las lagañas de indiferencia—, lleguen a mi pecho.

Feliz año nuevo a todos los que han seguido este blog durante este 2020 años de la pandemia moderna. Espero poder seguirles compartiendo esta habitación cerebral. Besitos, besitos.

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