Hay un cariz bastante negativo en el uso actual de la palabra cinismo. A diferencia de la gente que es irónica, la cual posee un aire de incomprendida y melancólica inteligencia; los cínicos son aquellos seres horrendos que van por ahí haciendo el mal, sin arrepentirse (malditos inmorales, bastardos sin dios) y con la alegría adherida e irremisible en el rostro. Yo sé que, para algunas personas, mis constantes idas al origen de las palabras, pueden ser irritantes, vanas, rebuscadas; el probable recurso pobre de una retórica quisquillosa (tiquismiquis) y conservadora. Pero no.
Fui el encargado (aka “El jefe”) de una librería. Bajo mi responsabilidad tenía unos catorce mil libros, dos mil pesos de fondo en la caja y seis personas. No tengo buenos recuerdos de esa época. En primer lugar, porque me sentía superado por mis deberes allí, en mi casa, en la escuela y con la que fue mi novia por aquel entonces. A la luz del desarrollo personal (esa rama económica del sofismo), aquella época debería ser un trecho extraño por el que debía pasar para superar una parte de mi pasado y llegar a la meta de concluir mis estudios, buscar un mejor trabajo, y terminar mis relaciones con las personas tóxicas. Pero eso es sólo autocomplacencia. Reduccionismo histórico que no tiene nada de relevante. Palabras, palabras.
En la actualidad sólo los poderosos son cínicos. Porque en la actualidad el que tiene uno o varios poderes a su disposición, puede hacer lo que quiera. Y lo que les seres humanos queremos no siempre es lo mejor para los demás. Nos hermana la desgracia, pero nos enemista la buenaventura. A mí me gustaba ser jefe de esa librería porque los representantes de las editoriales te trataban con interés y yo podía cobrarles esos favores: libros con descuento o gratis, invitaciones a presentaciones y fiestas. Cobraba un salario mejor que cuando era librero y podía tener justo ese horario que me convenía para ir a la escuela. En realidad, esas tres cosas no tenían porque estar peleadas con lo y los que me rodeaba, pero al parecer uno tiene que tener mano dura y parecer enojado, molesto y estresado para poder sustentar esos privilegios y, sobre todo, hacerles saber a los demás que ellos no eran iguales a mí. Auctoritas non veritas facit legem. (Las autoridades, y no las verdades, son las que hace la ley).
Problemas con la autoridad he tenido desde la primaria. Ni siquiera es por un ideal, o por una causa. Tampoco es que sea Marlon Brando. Mi asunto con la autoridad es que quizá soy muy indisciplinado. Eso me lleva a tomar con laxitud ciertas figuras que de común acuerdo son moldes. En esos años de virreinato en la librería me encantaba decirles a los demás colaboradores que todos éramos iguales, les llegaba a perdonar impuntualidades y deseos. Y esa actitud estaba lejos de la relación convenenciera que tenía con los representantes de las editoriales. Si yo trataba a los demás así era porque no quería que me vieran como un tirano, quizás especialmente, porque yo no quería verme a mí mismo convertido en tirano. Pero entonces pasaban esos pequeños conflictos de interés en los que un deseo que ellos tenían, no encajaba con uno de mis deseos y viceversa. Y pasaba, cuando no podía hacer nada más que poner, por encima de sus anhelos, el mío, que venía el cinismo. Que no es otra cosa que la reacción que muestra el que pudo, con los que no pudieron. Y ahí hay diferentes grados de cinismo: desde el culpable y lleno de inconsistencias (más cercano a la impotencia cristiana) hasta el burlón y presuntuoso del que hacen gala muchos empresarios y políticos; pasando por el de aquellos que viven alrededor del sistema de creencias y actos en el que vivimos día a día. Estos últimos son los cínicos de verdad, los “perros” que viven para el ocio y que ejercen el poder de la libertad.
Jayro Bustamante está lejos de estas displicencias retóricas. Él no da maromas para contar una historia tan cierta y poderosa que no necesita de fuegos artificiales, ni saltos de cámara, ni música sugestiva. Él pone el horror y sus formas al servicio de la crítica social y voltea los lugares comunes para darnos una maravillosa visión de la destrucción que dejaron a su paso las dictaduras militares en Latinoamérica. La llorona (2019), es la épica del sufrimiento de aquellos que son silenciados por el poder de mentes enfermas e insensibles. Y digo épica porque a los únicos personajes a los que se les permite estar fuera de la naturaleza binaria de la epopeya, es a los que orbitan alrededor de las víctimas y los verdugos. Y esa franja media de los llamados “espectadores” es la que reconocemos más propia; aquella en la que nos sentimos más cómodos para ver la vida. El sitio holgado del que no ha matado y no ha sido muerto. Ese asiento donde podemos ser todo lo complejos que necesitemos sin lastimar a nadie y sin que nadie nos lastime. La medianía que todos anhelamos en las democracias capitalistas. La paideia desde donde podemos escribir lo que sea. Las anteojeras que ahogan las culpas y que de alguna manera u otra nos mantienen a salvo de ejercer nuestros deseos por encima de nuestros iguales y nos mantienen lejos de estar estorbando los deseos de alguien más.